lunes, 18 de octubre de 2010

Carta del Santo Padre Benedicto XVI a los seminaristas


Almudi.org - Escudo de Benedicto XVI





 Queridos seminaristas:


 
        En diciembre de 1944, cuando me llamaron al servicio militar, el comandante de la compañía nos preguntó a cada uno qué queríamos ser en el futuro. Respondí que quería ser sacerdote católico. El subteniente replicó: Entonces tiene usted que buscarse otra cosa. En la nueva Alemania ya no hay necesidad de curas. Yo sabía que esta “nueva Alemania” estaba llegando a su fin y, que después de las devastaciones tan enormes que aquella locura había traído al País, habría más que nunca necesidad de sacerdotes. Hoy la situación es completamente distinta. Pero también ahora hay mucha gente que, de una u otra forma, piensa que el sacerdocio católico no es una “profesión” con futuro, sino que pertenece más bien al pasado. Vosotros, queridos amigos, habéis decidido entrar en el seminario y, por tanto, os habéis puesto en camino hacia el ministerio sacerdotal en la Iglesia católica, en contra de estas objeciones y opiniones. Habéis hecho bien. Porque los hombres, también en la época del dominio tecnológico del mundo y de la globalización, seguirán teniendo necesidad de Dios, del Dios manifestado en Jesucristo y que nos reúne en la Iglesia universal, para aprender con Él y por medio de Él la vida verdadera, y tener presentes y operativos los criterios de una humanidad verdadera. Donde el hombre ya no percibe a Dios, la vida se queda vacía; todo es insuficiente. El hombre busca después refugio en el alcohol o en la violencia, que cada vez amenaza más a la juventud. Dios está vivo. Nos ha creado y, por tanto, nos conoce a todos. Es tan grande que tiene tiempo para nuestras pequeñas cosas: “Hasta los pelos de vuestra cabeza están contados”. Dios está vivo, y necesita hombres que vivan para Él y que lo lleven a los demás. Sí, tiene sentido ser sacerdote: el mundo, mientras exista, necesita sacerdotes y pastores, hoy, mañana y siempre.

        El seminario es una comunidad en camino hacia el servicio sacerdotal. Con esto, ya he dicho algo muy importante: no se llega a ser sacerdote solo. Hace falta la “comunidad de discípulos”, el grupo de los que quieren servir a la Iglesia de todos. Con esta carta quisiera poner de relieve —mirando también hacia atrás, a mis días en el seminario— algunos elementos importantes para estos años en los que os encontráis en camino.

        1. Quien quiera ser sacerdote debe ser sobre todo un “hombre de Dios”, como lo describe san Pablo (1 Tm 6,11). Para nosotros, Dios no es una hipótesis lejana, no es un desconocido que se ha retirado después del “big bang”. Dios se ha manifestado en Jesucristo. En el rostro de Jesucristo vemos el rostro de Dios. En sus palabras escuchamos al mismo Dios que nos habla. Por eso, lo más importante en el camino hacia el sacerdocio, y durante toda la vida sacerdotal, es la relación personal con Dios en Jesucristo. El sacerdote no es el administrador de una asociación, que intenta mantenerla e incrementar el número de sus miembros. Es el mensajero de Dios entre los hombres. Quiere llevarlos a Dios, y que así crezca la comunión entre ellos. Por esto, queridos amigos, es tan importante que aprendáis a vivir en contacto permanente con Dios. Cuando el Señor dice: “Orad en todo momento”, lógicamente no nos está pidiendo que recitemos continuamente oraciones, sino que nunca perdamos el trato interior con Dios. Ejercitarse en este trato es el sentido de nuestra oración.  Por esto es importante que el día se inicie y concluya con la oración. Que escuchemos a Dios en la lectura de la Escritura. Que le contemos nuestros deseos y esperanzas, nuestras alegrías y sufrimientos, nuestros errores y nuestra gratitud por todo lo bueno y bello, y que de esta manera esté siempre ante nuestros ojos como punto de referencia en nuestra vida. Así nos hacemos más sensibles a nuestros errores y aprendemos a esforzarnos por mejorar; pero, además, nos hacemos más sensibles a todo lo hermoso y bueno que recibimos cada día como si fuera algo obvio, y crece nuestra gratitud. Y con la gratitud aumenta la alegría porque Dios está cerca de nosotros y podemos servirlo.

        2. Para nosotros, Dios no es sólo una palabra. En los sacramentos, Él se nos da en persona, a través de realidades corporales. La Eucaristía es el centro de nuestra relación con Dios y de la configuración de nuestra vida. Celebrarla con participación interior y encontrar de esta manera a Cristo en persona, debe ser el centro de cada una de nuestras jornadas. San Cipriano ha interpretado la petición del Evangelio: “Danos hoy nuestro pan de cada día”, diciendo, entre otras cosas, que “nuestro” pan, el pan que como cristianos recibimos en la Iglesia, es el mismo Señor Sacramentado. En la petición del Padrenuestro pedimos, por tanto, que Él nos dé cada día este pan “nuestro”; que éste sea siempre el alimento de nuestra vida. Que Cristo resucitado, que se nos da en la Eucaristía, modele de verdad toda nuestra vida con el esplendor de su amor divino. Para celebrar bien la Eucaristía, es necesario también que aprendamos a conocer, entender y amar la liturgia de la Iglesia en su expresión concreta. En la liturgia rezamos con los fieles de todos los tiempos: pasado, presente y futuro se suman a un único y gran coro de oración. Por mi experiencia personal puedo afirmar que es entusiasmante aprender a entender poco a poco cómo todo esto ha ido creciendo, cuánta experiencia de fe hay en la estructura de la liturgia de la Misa, cuántas generaciones con su oración la han ido formando.

        3. También es importante el sacramento de la Penitencia. Me enseña a mirarme con los ojos de Dios, y me obliga a ser honesto conmigo mismo. Me lleva a la humildad. El Cura de Ars dijo en una ocasión: Pensáis que no tiene sentido recibir la absolución hoy, sabiendo que mañana cometeréis nuevamente los mismos pecados. Pero —nos dice— Dios mismo olvida en ese momento los pecados de mañana, para daros su gracia hoy. Aunque tengamos que combatir continuamente los mismos errores, es importante luchar contra el ofuscamiento del alma y la indiferencia que se resigna ante el hecho de que somos así. Es importante mantenerse en camino, sin ser escrupulosos, teniendo conciencia agradecida de que Dios siempre está dispuesto al perdón. Pero también sin la indiferencia, que nos hace abandonar la lucha por la santidad y la superación. Cuando recibo el perdón, aprendo también a perdonar a los demás. Reconociendo mi miseria, llego también a ser más tolerante y comprensivo con las debilidades del prójimo.

        4. Sabed apreciar también la piedad popular, que es diferente en las diversas culturas, pero que a fin de cuentas es también muy parecida, pues el corazón del hombre después de todo es el mismo. Es cierto que la piedad popular puede derivar hacia lo irracional y quizás también quedarse en lo externo. Sin embargo, excluirla es completamente erróneo. A través de ella, la fe ha entrado en el corazón de los hombres, formando parte de sus sentimientos, costumbres, sentir y vivir común. Por eso, la piedad popular es un gran patrimonio de la Iglesia. La fe se ha hecho carne y sangre. Ciertamente, la piedad popular tiene siempre que purificarse y apuntar al centro, pero merece todo nuestro aprecio, y hace que nosotros mismos nos integremos plenamente en el “Pueblo de Dios”.

        5. El tiempo en el seminario es también, y sobre todo, tiempo de estudio. La fe cristiana tiene una dimensión racional e intelectual esencial. Sin esta dimensión no sería ella misma. Pablo habla de un “modelo de doctrina”, a la que fuimos entregados en el bautismo (Rm 6,17). Todos conocéis las palabras de san Pedro, consideradas por los teólogos medievales como justificación de una teología racional y elaborada científicamente: “Estad siempre prontos para dar razón (logos) de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere” (1 P 3,15). Una de las tareas principales de los años de seminario es capacitaros para dar dichas razones. Os ruego encarecidamente: Estudiad con tesón. Aprovechad los años de estudio. No os arrepentiréis. Es verdad que a veces las materias de estudio parecen muy lejanas de la vida cristiana real y de la atención pastoral. Sin embargo, es un gran error plantear de entrada la cuestión en clave pragmática: ¿Me servirá esto para el futuro? ¿Me será de utilidad práctica, pastoral? Desde luego no se trata solamente de aprender las cosas meramente prácticas, sino de conocer y comprender la estructura interna de la fe en su totalidad, de manera que se convierta en una respuesta a las preguntas de los hombres, que aunque aparentemente cambian en cada generación, en el fondo son las mismas. Por eso, es importante ir más allá de las cuestiones coyunturales para captar cuáles son precisamente las verdaderas preguntas y poder entender también así las respuestas como auténticas repuestas. Es importante conocer a fondo la Sagrada Escritura en su totalidad, en su unidad entre Antiguo y Nuevo Testamento: la formación de los textos, su peculiaridad literaria, la composición gradual de los mismos hasta formar el canon de los libros sagrados, la unidad de su dinámica interna que no se aprecia a primera vista, pero que es la única que da sentido pleno a cada uno de los textos. Es importante conocer a los Padres y los grandes Concilios, en los que la Iglesia ha asimilado, reflexionando y creyendo, las afirmaciones esenciales de la Escritura. Podría continuar en este sentido: llamamos dogmática a la comprensión de cada uno de los contenidos de la fe en su unidad, o mejor, en su simplicidad última: cada detalle particular, en definitiva, desarrolla la fe en el único Dios, que se manifestó y que sigue manifestándose. No es necesario que diga expresamente lo necesario que es estudiar las cuestiones esenciales de la teología moral y de la doctrina social de la Iglesia. Es evidente la importancia que tiene hoy la teología ecuménica, conocer las diversas comunidades cristianas; es igualmente necesario una orientación fundamental sobre las grandes religiones y, sobre todo, la filosofía: la comprensión de la búsqueda y de las preguntas del hombre, a las que la fe quiere dar respuesta. Pero también aprended a comprender y —me atrevo a decir— a valorar el derecho canónico por su necesidad intrínseca y por su aplicación práctica: una sociedad sin derecho sería una sociedad carente de derechos. El derecho es una condición del amor. Prefiero no continuar enumerando más cosas, pero sí deseo deciros una vez más: amad el estudio de la teología y continuadlo con especial sensibilidad, para anclar la teología en la comunidad viva de la Iglesia que, con su autoridad, no es un polo opuesto a la ciencia teológica, sino su presupuesto. Sin la Iglesia que cree, la teología deja de ser ella misma y se convierte en un conjunto de disciplinas diversas sin unidad interior.

        6. Los años de seminario deben ser también un periodo de maduración humana. Para el sacerdote, que deberá acompañar a otros en el camino de la vida y hasta el momento de la muerte, es importante que haya conseguido un equilibrio justo entre corazón y mente, razón y sentimiento, cuerpo y alma, y que sea humanamente “íntegro”. La tradición cristiana siempre ha unido las “virtudes teologales” con las “virtudes cardinales”, que brotan de la experiencia humana y de la filosofía, y ha tenido en cuenta la sana tradición ética de la humanidad. Pablo dice a los Filipenses de manera muy clara: “Finalmente, hermanos, todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable, todo lo que es virtud o mérito, tenedlo en cuenta” (4,8). En este contexto, se sitúa también la integración de la sexualidad en el conjunto de la personalidad. La sexualidad es un don del Creador, pero también una tarea que tiene que ver con el desarrollo del ser humano. Cuando no se integra en la persona, la sexualidad se convierte en algo banal y destructivo. En nuestra sociedad actual se ven muchos ejemplos de esto. Recientemente, hemos constatado con gran dolor que algunos sacerdotes han desfigurado su ministerio al abusar sexualmente de niños y jóvenes. En lugar de llevar a las personas a una madurez humana y ser un ejemplo para ellos, han provocado con sus abusos un daño que nos causa profundo dolor y disgusto. Debido a todo esto, muchos podrán preguntarse, quizás también vosotros, si vale la pena ser sacerdote; si es sensato encaminar la vida por el celibato. Sin embargo, estos abusos, que son absolutamente reprobables, no pueden desacreditar la misión sacerdotal, que conserva toda su grandeza y dignidad. Gracias a Dios, todos conocemos sacerdotes convincentes, forjados por su fe, que dan testimonio de cómo en este estado, en la vida celibataria, se puede vivir una humanidad auténtica, pura y madura. Pero lo que ha ocurrido, nos debe hacer más vigilantes y atentos, examinándonos cuidadosamente a nosotros mismos, delante de Dios, en el camino hacia el sacerdocio, para ver si es ésta su voluntad para mí. Es tarea de los confesores y de vuestros superiores acompañaros y ayudaros en este proceso de discernimiento. Un elemento esencial de vuestro camino es practicar las virtudes humanas fundamentales, con la mirada puesta en Dios manifestado en Cristo, dejándonos purificar por Él continuamente.

        7. En la actualidad, los comienzos de la vocación sacerdotal son más variados y diversos que en el pasado. Con frecuencia, se toma la decisión por el sacerdocio en el ejercicio de alguna profesión secular. A menudo, surge en las comunidades, especialmente en los movimientos, que propician un encuentro comunitario con Cristo y con su Iglesia, una experiencia espiritual y la alegría en el servicio de la fe. La decisión también madura en encuentros totalmente personales con la grandeza y la miseria del ser humano. De este modo, los candidatos al sacerdocio proceden con frecuencia de ámbitos espirituales completamente diversos. Puede que sea difícil reconocer los elementos comunes del futuro enviado y de su itinerario espiritual. Precisamente, por eso, el seminario es importante como comunidad en camino por encima de las diversas formas de espiritualidad. Los movimientos son una cosa magnífica. Sabéis bien cuánto los aprecio y quiero como don del Espíritu Santo a la Iglesia. Sin embargo, se han de valorar según su apertura a la común realidad católica, a la vida de la única y común Iglesia de Cristo, que en su diversidad es, en definitiva, una sola. El seminario es el periodo en el que uno aprende con los otros y de los otros. En la convivencia, quizás a veces difícil, debéis asimilar la generosidad y la tolerancia, no simplemente soportándoos mutuamente, sino enriqueciéndoos unos a otros, de modo que cada uno pueda aportar sus cualidades particulares al conjunto, mientras todos servís a la misma Iglesia, al mismo Señor. Ser escuela de tolerancia, más aún, de aceptarse y comprenderse en la unidad del Cuerpo de Cristo, es otro elemento importante de los años de seminario.

        Queridos seminaristas, con estas líneas he querido mostraros lo mucho que pienso en vosotros, especialmente en estos tiempos difíciles, y lo cerca que os tengo en la oración. Rezad también por mí, para que pueda desempeñar bien mi servicio, hasta que el Señor quiera. Confío vuestro camino de preparación al sacerdocio a la maternal protección de María Santísima, cuya casa fue escuela de bien y de gracia. A todos os bendiga Dios omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu Santo.


Vaticano, 18 de octubre de 2010, Fiesta de San Lucas, evangelista.


 
                        Vuestro en el Señor


                                                                        Benedictus PP. XVI

sábado, 16 de octubre de 2010

Santa Margarita María Alacoque

 Año 1690




Digamos de vez en cuando las dos oraciones tan queridas para los devotos del Sagrado Corazón: "Jesús manso y humilde de corazón, haz nuestro corazón semejante al tuyo"."Sagrado Corazón de Jesús. En voz confío".
Margarita nace el 22 de julio de 1647 en el pequeño pueblo de Lautecour en Francia. Su padre Claudio Alacoque, juez y notario. La mamá Filiberta Lamyn. Los hijos son cinco. La menor es Margarita. El párroco, Antonio Alacoque, tío suyo, la bautiza a los tres días de nacida. Ella dice en su autobiografía que desde pequeña le concedió Dios que Jesucristo fuera el único dueño de su corazón. Y le concedió otro gran favor: un gran horror al pecado, de manera que aun la más pequeña falta le resultaba insoportable.
Dice que siendo todavía una niña, un día en la elevación de la Santa Hostia en la Misa le hizo a Dios la promesa de mantenerse siempre pura y casta. Voto de castidad.
Aprendió a rezar el rosario y lo recitaba con especial fervor cada día y la Virgen Santísima le correspondió librándola de muchos peligros.
La llevan al colegio de las Clarisas y a los nueve años hace La Primera Comunión. Dice "Desde ese día el buen Dios me concedió tanta amargura en los placeres mundanos, que aunque como jovencita inexperta que era a veces los buscaba, me resultaban muy amargos y desagradables. En cambio encontraba un gusto especial en la oración".
Vino una enfermedad que la tuvo paralizada por varios años. Pero al fin se le ocurrió consagrarse a la Virgen Santísima y ofrecerle propagar su devoción, y poco después Nuestra Señora le concedió la salud.
Era muy joven cuando quedó huérfana de padre, y entonces la mamá de Don Claudio Alacoque y dos hermanas de él, se vinieron a la casa y se apoderaron de todo y la mamá de Margarita y sus cinco niños se quedaron como esclavizados. Todo estaba bajo llave y sin el permiso de las tres mandonas mujeres no salía nadie de la casa. Así que a Margarita no le permitían ni siquiera salir entre semana a la iglesia. Ella se retiraba a un rincón y allí rezaba y lloraba. La regañaban continuamente.
En medio de tantas penas le pareció que Nuestro Señor le decía que deseaba que ella imitara lo mejor posible en la vida de dolor al Divino Maestro que tan grandes penas y dolores sufrió en su Pasión y muerte. En adelante a ella no sólo no le disgusta que le lleguen penas y dolores sino que acepta todo esto con el mayor gusto por asemejarse lo mejor posible a Cristo sufriente.
Lo que más la hacía sufrir era ver cuán mal y duramente trataban a su propia madre. Pero le insistía en que ofrecieran todo esto por amor de Dios. Una vez la mamá se enfermó tan gravemente de erisipela que el médico diagnosticó que aquella enfermedad ya no tenía curación. Margarita se fue entonces a asistir a una Santa Misa por la salud de la enferma y al volver encontró que la mamá había empezado a curar de manera admirable e inexplicable.
Lo que más le atraía era el Sagrario donde está Jesús Sacramentado en la Sagrada Hostia. Cuando iba al templo siempre se colocaba lo más cercana posible al altar, porque sentía un amor inmenso hacia Jesús Eucaristía y quería hablarle y escucharle.
A los 18 años por deseo de sus familiares empezó a arreglarse esmeradamente y a frecuentar amistades y fiestas sociales con jóvenes. Pero estos pasatiempos mundanales le dejaban en el alma una profunda tristeza. Su corazón deseaba dedicarse a la oración y a la soledad. Pero la familia le prohibía todo esto.
El demonio le traía la tentación de que si se iba de religiosa no sería capaz de perseverar y tendría que devolverse a su casa con vergüenza y desprestigio. Rezó a la Virgen María y Ella le alejó este engaño y tentación y la convenció de que siempre la ayudaría y defendería.
Un día después de comulgar sintió que Jesús le decía: "Soy lo mejor que en esta vida puedes elegir. Si te decides a dedicarte a mi servicio tendrás paz y alegría. Si te quedas en el mundo tendrás tristeza y amargura". Desde entonces decidió hacerse religiosa, costara lo que costara.
En el año 1671 fue admitida en la comunidad de La Visitación, fundada por San Francisco de Sales. Entró al convento de Paray-le=Monial. Una de sus compañeras de noviciado dejó escrito: "Margarita dio muy buen ejemplo a las hermanas por su caridad; jamás dijo una sola palabra que pudiera molestar a alguna, y demostraba una gran paciencia al soportar las duras reprimendas y humillaciones que recibía frecuentemente".
La pusieron de ayudante de una hermana que era muy fuerte de carácter y ésta se desesperaba al ver que Margarita era tan tranquila y callada. La superiora empleaba métodos duros y violentos que hacían sufrir fuertemente a la joven religiosa, pero esta nunca daba la menor muestra de estar disgustada. Con esto la estaba preparando Nuestro Señor para que se hiciera digna de las revelaciones que iba a recibir.
El 27 de diciembre de 1673 se le apareció por primera vez el Sagrado Corazón de Jesús. Ella había pedido permiso para ir los jueves de 9 a 12 de la noche a rezar ante el Santísimo Sacramento del altar, en recuerdo de las tres horas que Jesús pasó orando y sufriendo en el Huerto de Getsemaní.
De pronto se abrió el sagrario donde están las hostias consagradas y apareció Jesucristo como lo vemos en algunos cuadros que ahora tenemos en las casas. Sobre el manto su Sagrado Corazón, rodeado de llamas y con una corona de espinas encima, y una herida. Jesús señalando su corazón con la mano le dijo: "He aquí el corazón que tanto ha amado a la gente y en cambio recibe ingratitud y olvido. Tú debes procurar desagraviarme". Nuestro Señor le recomendó que se dedicara a propagar la devoción al Corazón de Jesús porque el mundo es muy frío en amor hacia Dios y es necesario enfervorizar a las personas por este amor.
Durante 18 meses el Corazón de Jesús se le fue apareciendo. Le pidió que se celebrara la Fiesta del Sagrado Corazón cada año el Viernes de la semana siguiente a la fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo (Corpus).
El Corazón de Jesús le hizo a Santa Margarita unas promesas maravillosas para los que practiquen esta hermosa devoción. Por ejemplo "Bendeciré las casas donde sea expuesta y honrada la imagen de mi Sagrado Corazón. Daré paz a las familias. A los pecadores los volveré buenos y a los que ya son buenos los volveré santos. Asistiré en la hora de la muerte a los que me ofrezcan la comunión de los primeros Viernes para pedirme perdón por tantos pecados que se cometen", etc.
Margarita le decía al Sagrado Corazón: "¿Por qué no elige a otra que sea santa, para que propague estos mensajes tan importantes? Yo soy demasiado pecadora y muy fría para amar a mi Dios". Jesús le dijo: "Te he escogido a ti que eres un abismo de miserias, para que aparezca más mi poder. Y en cuanto a tu frialdad para amar a Dios, te regalo una chispita del amor de mi Corazón". Y le envió una chispa de la llama que ardía sobre su Corazón, y desde ese día la santa empezó a sentir un amor grandísimo hacia Dios y era tal el calor que le producía su corazón que en pleno invierno, a varios grados bajo cero, tenía que abrir la ventana de su habitación porque sentía que se iba a quemar con tan grande llama de amor a Dios que sentía en su corazón (¡Ojalá Dios nos diera a nosotros una chispita de esas!)
Nuestro Señor le decía: "No hagas nada sin permiso de las superioras. El demonio no tiene poder contra las que son obedientes".
Margarita enfermó gravemente. La superiora le dijo: "Creeré que sí son ciertas las apariciones de que habla, si el Corazón de Jesús le concede la curación". Ella le pidió al Sagrado Corazón que la curara y sanó inmediatamente. Desde ese día su superiora creyó que sí en verdad se le aparecía Nuestro Señor.
Dios permitió que enviaran de capellán al convento de Margarita a San Claudio de la Colombiere y este hombre de Dios que era jesuita, obtuvo que en la Compañía de Jesús fuera aceptada la devoción al Corazón de Jesús. Desde entonces los jesuitas la han propagado por todo el mundo.
Margarita fue nombrada Maestra de novicias. Enseñó a las novicias la devoción al Sagrado Corazón (que consiste en imitar a Jesús en su bondad y humildad y en confiar inmensamente en Él, en ofrecer oraciones y sufrimientos y misas y comuniones para desagraviarlo, y en honrar su santa imagen) y aquellas jóvenes progresaron rapidísimo en santidad. Luego enseñó a su hermano (comerciante) esta devoción y el hombre hizo admirables progresos en santidad. Los jesuitas empezaron a comprobar que en las casas donde se practicaba la devoción al Corazón de Jesús las personas se volvían mucho más fervorosas.
El Corazón de Jesús le dijo: "Si quieres agradarme confía en Mí. Si quieres agradarme más, confía más. Si quieres agradarme inmensamente, confía inmensamente en Mí".
Antes de morir obtuvo que en su comunidad se celebrara por primera vez la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús.
El 17 de octubre de 1690 murió llena de alegría porque podía ir a estar para siempre en el cielo al lado de su amadísimo Señor Jesús, cuyo Corazón había enseñado ella a amar tanto en este mundo.

viernes, 15 de octubre de 2010

Santa Teresa de Jesús


 
 
"Nada te turbe, nada te espante.
Todo se pasa. Dios no se muda.
La paciencia todo lo alcanza.
Quien a Dios tiene, nada le falta.
Sólo Dios basta." 



Virgen y Doctora de la Iglesia
(1515-1582)
                                     
"En la cruz está la gloria, Y el honor,
Y en el padecer dolor, Vida y consuelo,
Y el camino más seguro para el cielo."
 
Reformadora del Carmelo, Madre de las Carmelitas Descalzas y de los Carmelitas Descalzos; "mater spiritualium" (título debajo de su estatua en la basílica vaticana); patrona de los escritores católicos y Doctora de la Iglesia (1970): La primera mujer, que junto a Santa Catalina de Sena recibe este título.
 
 
Nació en Ávila, España, el 28 de marzo de 1515.

Su nombre, Teresa de Cepeda y Ahumada, hija de  Alonso Sánchez de Cepeda y Beatriz Dávila Ahumada. En su casa eran 12 hijos. Tres del primer matrimonio de Don Alonso y nueve del segundo, entre estos últimos, Teresa.  Escribe en su autobiografía: "Por la gracia de Dios, todos mis hermanos y medios hermanos se asemejaban en la virtud a mis buenos padres, menos yo".

De niños, ella y Rodrigo, su hermano,  eran muy aficionados a leer vidas de santos, y se emocionaron al saber que los que ofrecen su vida por amor a Cristo reciben un gran premio en el cielo. Así que dispusieronse irse a tierras de mahometanos a declararse amigos de Jesús y así ser martirizados para conseguir un buen puesto en el cielo. Afortunadamente, por el camino se encontraron con un tío suyo que los regresó a su hogar. Entonces dispusieronse construir una celda en el solar de la casa e irse a rezar allá de vez en cuando, sin que nadie los molestara ni los distrajese.

La mamá de Teresa murió cuando la joven tenía apenas 14 años. Ella misma cuenta en su autobiografía: "Cuando empecé a caer en la cuenta de la pérdida tan grande que había tenido, comencé a entristecerme sobremanera. Entonces me arrodillé delante de una imagen de la Santísima Virgen y le rogué con muchas lágrimas que me aceptara como hija suya y que quisiera ser Ella mi madre en adelante. Y lo ha hecho maravillosamente bien".
Sigue diciendo ella: "Por aquel tiempo me aficioné a leer novelas. Aquellas lecturas enfriaron mi fervor y me hicieron caer en otras faltas. Comencé a pintarme y a buscar a parecer y a ser coqueta. Ya no estaba contenta sino cuando tenía una novela entre mis manos. Pero esas lecturas me dejaban tristeza y desilusión".

Afortunadamente el papá se dio cuenta del cambio de su hija y la llevó a los 15 años, a estudiar interna en el colegio de hermanas Agustinas de Ávila. Allí, después de año y medio de estudios enfermó y tuvo que volver a casa.

Providencialmente una persona piadosa puso en sus manos "Las Cartas de San Jerónimo", y allí supo por boca de tan grande santo, cuán peligrosa es la vida del mundo y cuán provechoso es para la santidad el retirarse a la vida religiosa en un convento. Desde entonces se propuso que un día sería religiosa.
Comunicó a su padre el deseo que tenía de entrar en un convento. Él, que la quería muchísimo, le respondió: "Lo harás, pero cuando yo ya me haya muerto". La joven sabía que el esperar mucho tiempo y quedarse en el mundo podría hacerla desistir de su propósito de hacerse religiosa. Y entonces se fugó de la casa. Dice en sus recuerdos: "Aquel día, al abandonar mi hogar sentía tan terrible angustia, que llegué a pensar que la agonía y la muerte no podían ser peores de lo que experimentaba yo en aquel momento. El amor de Dios no era suficientemente grande en mí para ahogar el amor que profesaba a mi padre y a mis amigos".

La santa determinó quedarse de monja en el convento de Ávila. Su padre al verla tan resuelta a seguir su vocación, cesó de oponerse. Ella tenía 20 años. Un año más tarde hizo sus tres juramentos o votos de castidad, pobreza y obediencia y entró a pertenecer a la Comunidad de hermanas Carmelitas.
Poco después de empezar a pertenecer a la comunidad carmelitana, se agravó de un mal que la molestaba. Quizá una fiebre palúdica. Los médicos no lograban atajar el mal y éste se agravaba. Su padre la llevó a su casa y fue quedando casi paralizada. Pero esta enfermedad le consiguió un gran bien, y fue que tuvo oportunidad de leer un librito que iba a cambiar su vida. Se llamaba "El alfabeto espiritual", por Osuna, y siguiendo las instrucciones de aquel librito empezó a practicar la oración mental y a meditar. Estas enseñanzas le van a ser de inmensa utilidad durante toda su vida. Ella decía después que si en este tiempo no hizo mayores progresos fue porque todavía no tenía un director espiritual, y sin esta ayuda no se puede llegar a verdaderas alturas en la oración.

A los tres años de estar enferma encomendó a San José que le consiguiera la gracia de la curación, y de la manera más inesperada recobró la salud. En adelante toda su vida será una gran propagadora de la devoción a San José, Y todos los conventos que fundará los consagrará a este gran santo.

Teresa tenía un gran encanto personal, una simpatía impresionante, una alegría contagiosa, y una especie de instinto innato de agradecimiento que la llevaba a corresponder a todas las amabilidades. Con esto se ganaba la estima de todos los que la rodeaban. Empezar a tratar con ella y empezar a sentir una inmensa simpatía hacia su persona, eran una misma cosa.

En aquellos tiempos había en los conventos de España la dañosa costumbre de que las religiosas gastaban mucho tiempo en la sala recibiendo visitas y charlando en la sala con las muchas personas que iban a gozar de su conversación. Y esto le quitaba el fervor en la oración y no las dejaba concentrarse en la meditación y se llegó a convencer de que ella no podía dedicarse a tener verdadera oración con Dios porque era muy disipada. Y que debía dejar de orar tanto.

A ella le gustaban los Cristos bien chorreantes de sangre. Y un día al detenerse ante un crucifijo muy sangrante le preguntó: "Señor, ¿quién te puso así?", y le pareció que una voz le decía: "Tus charlas en la sala de visitas, esas fueron las que me pusieron así, Teresa". Ella se echó a llorar y quedó terriblemente impresionada. Pero desde ese día ya no vuelve a perder tiempo en charlas inútiles y en amistades que no llevan a la santidad. Y Dios en cambio le concederá enormes progresos en la oración y unas amistades formidables que le ayudarán a llegar a la santidad.

Teresa tuvo dos ayudas formidables para crecer en santidad: su gran inclinación a escuchar sermones, aunque fueran largos y cansones y su devoción por grandes personajes celestiales. Además de su inmensa devoción por la Santísima Virgen y su fe total en el poder de intercesión de san José, ella rezaba frecuentemente a dos grandes convertidos: San Agustín y María Magdalena. Para imitar a esta santa que tanto amó a Jesús, se propuso meditar cada día en la Pasión y Muerte de Jesús, y esto la hizo crecer mucho en santidad. Y en honor de San Agustín leyó el libro más famoso del gran santo "las Confesiones", y su lectura le hizo enorme bien.

Como las sequedades de espíritu le hacían repugnante la oración y el enemigo del alma le aconsejaba que dejara de rezar y de meditar porque todo eso le producía aburrimiento, su confesor le avisó que dejar de rezar y de meditar sería entregarse incondicionalmente al poder de Satanás y un padre jesuita le recomendó que para orar con más amor y fervor eligiera como "maestro de oración" al Espíritu Santo y que rezara cada día el Himno "Ven Creador Espíritu". Ella dirá después: "El Espíritu Santo como fuerte huracán hace adelantar más en una hora la navecilla de nuestra alma hacia la santidad, que lo que nosotros habíamos conseguido en meses y años remando con nuestras solas fuerzas".

Y el Divino Espíritu empezó a concederle Visiones Celestiales. Al principio se asustó porque había oído hablar de varias mujeres a las cuales el demonio engañó con visiones imaginarias. Pero hizo confesión general de toda su vida con un santo sacerdotes y le consultó el caso de sus visiones, y este le dijo que se trataba de gracias de Dios.

Nuestro Señor le aconsejó en una de sus visiones: "No te dediques tanto a hablar con gente de este mundo. Dedícate más bien a comunicarte con el mundo sobrenatural". En algunos de sus éxtasis se elevaba hasta un metro por los aires (Éxtasis es un estado de contemplación y meditación tan profundo que se suspenden los sentidos y se tienen visiones sobrenaturales). Cada visión le dejaba un intenso deseo de ir al cielo. "Desde entonces – dice ella – dejé de tener medio a la muerte, cosa que antes me atormentaba mucho". Después de una de aquellas visiones escribió la bella poesía que dice: "Tan alta vida espero que muero porque no muero".

Teresa quería que los favores que Dios le concedía permanecieran en secreto, pero varias personas de las que la rodeaban empezaron a contar todo esto a la gente y las noticias corrían por la ciudad. Unos la creían loca y otros la acusaban de hipócrita, de orgullo y presunción.
San Pedro Alcántara, uno de los santos más famosos de ese tiempo, después de charlar con la famosa carmelita, declaró que el Espíritu de Dios guiaba a Teresa.

La transverberación. Esta palabra significa: atravesarlo a uno con una gran herida. Dice ella: "Vi un ángel que venía del tronco de Dios, con una espada de oro que ardía al rojo vivo como una brasa encendida, y clavó esa espada en mi corazón. Desde ese momento sentí en mi alma el más grande amor a Dios".
Desde entonces para Teresa ya no hay sino un solo motivo para vivir: demostrar a Dios con obras, palabras, sufrimientos y pensamientos que lo ama con todo su corazón. Y obtener que otros lo amen también.
Al hacer la autopsia del cadáver de la santa encontraron en su corazón una cicatriz larga y profunda.
Para corresponder a esta gracia la santa hizo el voto o juramento de hacer siempre lo que más perfecto le pareciera y lo que creyera que le era más agradable a Dios. Y lo cumplió a la perfección. Un juramento de estos no lo pueden hacer sino personas extraordinariamente santas.

En aquella época del 1500 las comunidades religiosas habían decaído de su antiguo fervor. Las comunidades eran demasiado numerosas lo cual ayudaba mucho a la relajación. Por ejemplo el convento de las carmelitas de Ávila tenía 140 religiosas. Santa Teresa exclamaba: "La experiencia me ha demostrado lo que es una casa llena de mujeres. Dios me libre de semejante calamidad".

Un día una sobrina de la santa le dijo: "Lo mejor sería fundar una comunidad en que cada casa tuviera pocas hermanas". Santa Teresa consideró esta idea como venida del cielo y se propuso fundar un nuevo convento, con pocas hermanas pero bien fervorosas. Ella llevaba ya 25 años en el convento. Una viuda rica le ofreció una pequeña casa para ello. San Pedro de Alcántara, San Luis Beltrán y el obispo de la ciudad apoyaron la idea. El Provincial de los Carmelitas concedió el permiso.

Sin embargo la noticia produjo el más terrible descontento general y el superior tuvo que retirar el permiso concedido. Pero Teresa no era mujer débil como para dejarse derrotar fácilmente. Se consiguió amigos en el palacio del emperador y obtuvo una entrevista con Felipe II y este quedó encantado de la personalidad de la santa y de las ideas tan luminosas que ella tenía y ordenó que no la persiguieran más. Y así fue llenando España de sus nuevos conventos de "Carmelitas Descalzas", poquitas y muy pobres en cada casa, pero fervorosas y dedicadas a conseguir la santidad propia y la de los demás.

Se ganó para su causa a San Juan de la Cruz, y con él fundó los Carmelitas descalzos. Las carmelitas descalzas son ahora 14,000 en 835 conventos en el mundo. Y los carmelitas descalzos son 3,800 en 490 conventos.
Por orden expresa de sus superiores Santa Teresa escribió unas obras que se han hecho famosas. Su autobiografía titulada "El libro de la vida"; "El libro de las Moradas" o Castillo interior; texto importantísimo para poder llegar a la vida mística. Y "Las fundaciones: o historia de cómo fue creciendo su comunidad. Estas obras las escribió en medio de mareos y dolores de cabeza. Va narrando con claridad impresionante sus experiencias espirituales. Tenía pocos libros para consultar y no había hecho estudios especiales. Sin embrago sus escritos son considerados como textos clásicos en la literatura española y se han vuelto famosos en todo el mundo.
Santa Teresa murió el 4 de octubre de 1582 y la enterraron al día siguiente, el 15 de octubre. ¿Por qué esto? Porque en ese día empezó a regir el cambio del calendario,  cuando el Papa añadió 10 días al almanaque para corregir un error de cálculo en el mismo que llevaba arrastrándose ya por años. 

sábado, 9 de octubre de 2010

HACER DIVERTIDO LO HERÓICO

PensarPorLibre.blogspot.com

Escrito por Enrique Monasterio

En vista de que la gripe continúa y mi imaginación no está en su mejor momento, he buceado entre los viejos artículos que nunca salieron en "el globo" y he encontrado éste. Me parece muy oportuno, ya que acabamos de celebrar el 8º aniversario de la canonización Almudi.org - San Josemaría con D. Álvaro del Portillode San Josemaría.
        «Tenía yo veintiséis años, la gracia de Dios y buen humor: nada más. Pero así como los hombres escribimos con la pluma, el Señor escribe con la pata de la mesa, para que se vea que es Él quien escribe»     


        (Así contaba San Josemaría, en una tertulia, la fundación del Opus Dei).
        Escribió Santa Teresa que «un santo triste es un triste santo». Quería decir con eso que santidad y tristeza son términos contradictorios. Hablando con rigor, no puede haber santos tristes. Los mártires no ponían cara de mártires cuando caminaban decididos a la muerte. Y los confesores de la fe, que sufrieron persecución por ser discípulos de Cristo, se consideraron siempre como cuenta el libro de los Hechos de los apóstoles «gozosos de haber sido dignos de ser ultrajados por su Nombre»
        En cambio sí que ha habido santos serios. Y, probablemente, también santos aburridos, sosos, adustos, e incluso que ellos me perdonen relativamente cargantes. Digo esto porque, como es bien sabido, la Gracia de Dios no destruye la naturaleza. Y la seriedad o la sosería son características naturales perfectamente compatibles con el amor a Dios.
        San Josemaría fue un santo alegre, como no podía ser de otro modo. Pero además su alegría fue «desbordante: serena, contagiosa, con gancho...» Así lo escribió él mismo en Surco, haciendo, sin pretenderlo, su propio retrato. Explica en ese punto cómo debe ser la alegría de un hombre o de una mujer de Dios; y concluye: «en pocas palabras, ha de ser tan sobrenatural, tan pegadiza y tan natural, que arrastre a otros por los caminos cristianos».
        Ese desbordamiento de alegría caracterizó al fundador del Opus Dei durante toda su vida, y es lo que en castellano llamamos "buen humor". El diccionario de la Academia lo describe como "propensión más o menos duradera a mostrarse alegre y complaciente"; pero probablemente sería necesario completar la definición añadiendo ese matiz que se recoge en el punto de Surco: el buen humor es, sobre todo, contagioso. Y es que hay personas que probablemente están muy contentas siempre, pero no contagian nada: tienen una alegría tan serena y profunda que, para encontrarla, habría que hacer excavaciones.
        Nunca olvidaré, por contraste, aquel verano de 1960 en que vi por primera vez a San Josemaría. Fue en Molinoviejo, una pequeña finca entre pinos a pocos kilómetros de Segovia. Antes de esa fecha, sólo conocía del Fundador de la Obra varias fotos en blanco y negro y Camino. También había oído contar algunas anécdotas bien expresivas, pero reconozco que me había hecho una idea equivocada de su personalidad. Pensaba que me encontraría con un hombre serio, grave y sentencioso. Tal vez imaginaba una mirada ausente, "espiritual". Pero aquella tarde, cuando se abrió la puerta del automóvil que lo traía desde Roma, vi salir a un sacerdote sonriente, lleno de vitalidad y de fuerza, rápido en sus movimientos, de mirada penetrante y amable, que derrochaba cordialidad en cada gesto y en cada frase.
        Estábamos en la casa un grupo de estudiantes de varias universidades españolas participando en un curso de formación. Todos pertenecíamos al Opus Dei, pero aún éramos muy jóvenes en la Obra.
        Tuvimos una tertulia en el jardín. Apiñados en torno al Padre se nos pasó el tiempo volando. San Josemaría nos habló de nuestra vocación, del estudio, de la labor apostólica que habíamos de realizar en la universidad, y, siempre, de amor de Dios, de oración, de lucha interior.
        A la vuelta de cuarenta y un años, puedo decir con absoluta seguridad que jamás me he sentido tan exigido: el proyecto de vida que nos presentaba aquel sacerdote era el más arduo que uno pudiera imaginar. No había concesiones a la mediocridad o a la tibieza. Cuando decía la palabra "santidad", hablaba en serio. Y también cuando pedía heroísmo en la entrega.
        Sin embargo si alguien hubiese presenciado de lejos aquella tertulia, probablemente habría pensado otra cosa, porque lo cierto es que nos lo pasamos en grande; reímos a carcajadas unas cuantas veces, y nos habríamos quedado un par de horas más con nuestro Padre sin sentir el paso del tiempo.
        Años más tarde una persona de la Obra que vivió con el Fundador al comienzo de los años cuarenta, cuando el Opus Dei era todavía muy pequeño, recordando los comienzos de la labor apostólica en distintos países de América y las dificultades de todo tipo que hubieron de superar, hizo una pausa en su narración y añadió:
        De todas formas no lo pasamos mal. Es más, lo pasamos muy bien. Tened en cuenta que nuestro Padre había recibido de Dios el carisma de hacer que hasta lo heroico resultara divertido.
        Me apunté la expresión en la agenda, y entendí entonces que el buen humor y el sentido del humor pueden ser también carisma, es decir, Gracia, don de Dios.
        San Josemaría correspondió a ese carisma heroicamente hasta el momento mismo de su marcha al Cielo. Nunca perdió el buen humor: ni en la enfermedad, ni en la persecución. Es más, quienes convivían con él sabían que, en los momentos duros, su sonrisa era aún más abierta y pegadiza.
        A sus hijos e hijas nos dijo en más de una ocasión:
        «Os dejo como herencia, en lo humano, el amor a la libertad y el buen humor».
        Y nos pidió que fuésemos siempre «sembradores de paz y de alegría», porque nuestra misión repitió muchas veces «es hacer alegre y amable el camino de la santidad en el mundo»
        Ahora, al terminar de escribir estas líneas, echo una ojeada a la fotografía que tengo sobre la mesa: en Guatemala, un año antes de su marcha al Cielo, el Fundador de la Obra, de perfil, ríe sin contenerse, en una carcajada limpia, clara y contagiosa como la de un niño.

martes, 5 de octubre de 2010

Homilía de Mons. Rodolfo Quezada Toruño, arzobispo metropolitano de Guatemala. Roma, 9 de octubre de 2002

Alabado sea Jesucristo. Queridos hermanos y hermanas en el Señor Jesucristo, la profunda alegría que hemos compartido estos días en la Basílica de San Pedro, en la Plaza de San Pedro, en los templos, en las calles y las plazas de Roma, es ante todo y sobre todo alegría de la Iglesia, que se entusiasma al considerar la santidad de sus hijos. Participamos del gozo de la Iglesia por la santidad de Josemaría Escrivá de Balaguer, a quien Dios Nuestro Padre eligió como instrumento fidelísimo para que una multitud de almas escuchara la llamada a la santidad en la vida ordinaria.

La Iglesia nuestra Madre celebra la santidad de sus hijos, porque sabe que es gloria de Dios, por eso nos propone el ejemplo de los santos y nos anima a acudir a su intercesión para impulsarnos en el camino de la santidad cristiana, que es nuestra vocación divina.

Los verdaderos testigos de la fe son los santos, porque los santos con su vida hacen patente al mundo el gran misterio de Cristo y de la Iglesia. Los santos representan por ello «al vivo el mismo rostro de Cristo» (Juan Pablo II, Carta apostólica Novo millennio ineunte, 6-I-2001, n. 7). Ciertamente la santidad es el querer de Dios para los hombres. “Ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación”, escribía San Pablo (1Ts 4,3). Y es obra de Dios en la criatura libre: es un don, un regalo que requiere el compromiso y la respuesta de quien lo recibe. Pero este compromiso no afecta sólo a algunos pocos: «Todos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor» (Cons. dogm. Lumen gentium, n. 40), proclamaba el Concilio Vaticano II, y, es que el Bautismo introduce a la persona humana en la misma santidad de Dios: la inserta en Cristo, el Espíritu Santo habita en ella y la conduce hacia la acogida y la respuesta libre, por amor, a la llamada de Jesús, como dijo El: « “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5,48) y este ideal de perfección no ha de ser malentendido -advierte el Papa-, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable únicamente por algunos "genios" de la santidad. (...) Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este "alto grado" de la vida cristiana ordinaria. La vida entera de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe ir en esta dirección» (Carta apostólica Novo millennio ineunte, 6-I-2001, n. 31).

En esta imponente Basílica romana de San Andrés, bajo la mirada del apóstol mártir, que condujo suavemente a su hermano Simón hasta Jesús, ¡con qué fuerza resuena aquí el mandato de Cristo!: “Duc in altum! ¡Rema mar adentro y echad vuestras redes para pescar!”(Lc 5,4).
El Santo Padre descubre en estas palabras del Maestro la clave para afrontar la misión cristiana al comienzo de este nuevo milenio. «Pedro y los primeros compañeros confiaron en la palabra de Dios y echaron las redes. “Y puestos a la obra, leemos en el evangelio de Lucas: hicieron una redada de peces tan grande, que reventaba la red” (Lc 5,6). Duc in altum!; estas palabras resuenan también hoy para nosotros y nos invitan a recordar con gratitud el pasado, a vivir con verdadera pasión el presente y a abrirnos con confianza al futuro porque “Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y siempre”. (Heb 13,8)» (Carta apostólica Novo millennio ineunte, 6-I-2001, n. 1).
Duc in altum! ¡Rema mar adentro! San Josemaría predicó muchas veces estas palabras divinas y siempre actuales, con su característica vibración de sacerdote profundamente enamorado de Dios y de María; impulsaba a todos a adentrarse sin miedo por caminos de santidad y de apostolado y a responder así, con amor, a la vocación bautismal, a escuchar en el corazón la voz de Cristo, que se renueva -que nos renueva- en el pan de la Palabra, en el pan de la Eucaristía como le gustaba repetir a San Josemaría, en la Eucaristía y en la Escritura Santa. “Jesús dijo a Simón: no temas, desde ahora serás pescador de hombres. Ellos sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron”. (Lc 5,11).

El bien, mis queridos hermanos y hermanas en el Señor, si alguna convicción debemos sacar de estos días maravillosos que hemos vivido en la ciudad eterna, es que el verdadero evangelizador tiene que ser el santo, el hombre de las bienaventuranzas, y que antes de planificar pastoral tiene que vivir pronfundamente esta vocación universal a la santidad. La vida del santo Fundador del Opus Dei es una confirmación hermosísima de la virtud perenne del Evangelio, era un ejemplo transparente de plenitud de caridad. No olvidemos que Dios invita al hombre a aceptar la verdad y el bien, y actúa con su gracia para hacerle capaz de amar; y el hombre debe responder por amor, dócilmente, a todos los requerimientos divinos y vivir para la felicidad de todos y trabajar por Dios y descansar en Él. Así lo confirma la vida de San Josemaría, que fue una continua siembra de amor y de paz.

Como ustedes bien lo saben, dedicó todas sus energías, con una generosidad sin límites, al cumplimiento del encargo divino que el Señor le confió: hacer el Opus Dei, es decir, abrir un camino de santificación para cristianos de cualquier clase y circunstancia que deseen con todas sus fuerzas hacer presente a Cristo en los ambientes más variados, una gran movilización de cristianos que viven en medio del mundo dispuestos a aceptar el yugo suave de Cristo, la responsabilidad de ser fieles a la vocación cristiana, a esa vocación apostólica, a ese llamamiento a la entrega, al amor y al servicio; una entrega total que no admite mediocridades y una entrega confiada porque puede cualquier cristiano, en cualquier lugar, decir con San Pablo: “yo sé de quien me he fiado”.

Lo diré queridos hermanos y hermanas con palabras de San Josemaría: Todos los hombres son amados de Dios, de todos ellos espera amor, de todos, cualesquiera que sean sus condiciones personales, su posición social, su profesión o su oficio. Esa vida corriente y ordinaria no es cosa de poco valor; todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro personal con Cristo vivo, que nos llama a identificarnos con El, para realizar -en el lugar donde estemos- (sin ojalaterías, como decía San Josemaría) su misión divina. Cada situación humana es irrepetible, fruto de una vocación única que se debe vivir con intensidad, realizando en ella el espíritu de Cristo. Y así, viviendo cristianamente entre nuestros iguales, de una manera ordinaria pero coherente con nuestra fe, seremos, como decía San Josemaría: «Cristo presente entre los hombres» (cfr. Camino, n. 87; Es Cristo que pasa, nn. 116, 117-118).
San Josemaría, urgía y recalcaba con vigor, apasionado y sereno a la vez, que un cristiano corriente no puede desentenderse de los problemas, de las angustias y de las esperanzas de los hombres de su tiempo, pues si reaccionara así, traicionaría las exigencias más inmediatas del Evangelio mismo; y ésto no por táctica, o por mera imposición de los signos de los tiempos, sino por verdadera vocación divina: ahí donde haya un trabajo honrado apto para ser puesto a los pies de Dios, ahí debe haber un cristiano que plante la Cruz de Cristo en la entraña de su esfuerzo (Es Cristo que pasa, n. 105).

Transcurrieron los años y este mensaje, «viejo como el Evangelio y nuevo como el Evangelio» (Conversaciones, n. 24), fue solemnemente proclamado por el Concilio Vaticano II (Cons. dogm. Lumen gentium, nn. 31, 37, 39). Con un espíritu entrañablemente humano y sobrenaturalmente divino, San Josemaría enseñó a convertir la vida entera en oración y en servicio, por amor. Pasó por esta tierra cantando las maravillas de Dios, con un corazón enamorado que se traslucía en cada una de sus obras y de sus palabras. Estaba convencido -se notaba inmediatamente, y también por esto persuadía a quienes le escuchaban-, de que el mandamiento nuevo de Jesús hay que estrenarlo cada día, cada jornada, por el modo de comprender, de perdonar, de sonreír, de trabajar y de servir, en la familia, en la sociedad que entre todos construimos, entre los amigos y los compañeros, con quienes comparten los mismos ideales y con los que se sitúan enfrente por su distinta manera de pensar; con quienes viven de fe y con los que carecen de ella; con los indiferentes; con los que edifican sobre la paz y el respeto a la vida, y con los que la destruyen, encendiendo violencias, sembrando odios o promoviendo injusticias, y como decía San Josemaría, a todos debe llegar la caridad de Cristo, «ahogar el mal en abundancia de bien» (Surco, n. 864): esto, aprendemos de su vida.

Todas las encrucijadas de la historia humana, ahora y siempre, están necesitadas del fermento cristiano de la caridad. Miren a Jesús, escuchen atentamente su voz, y después dirijan la vista, con ojos de fe, a las realidades cotidianas en las que se desenvuelven sus vidas: la familia, el trabajo, la situación de sus pueblos centroamericanos, las leyes, las costumbres y los usos sociales que van configurando su convivencia. Estoy seguro, sentirán la urgencia de dar más, de entregarse sinceramente a la tarea de informar con el espíritu de Cristo sus pensamientos, sus palabras, sus deseos, su actuación pública y privada: en una palabra, todo, bajo el amparo del gran ejemplo que tienen quienes se santifican en el mundo en la vida ordinaria: del señor San José, Nuestro padre y señor.

El Fundador del Opus Dei enseñó a convertir la vida entera en oración. Sí, mis queridos hermanos y hermanas, quien vive ya en la visión de Dios cara a cara, San Josemaría, nos recuerda de un modo particular que hemos de ser “contemplativos en medios del mundo”.

La vida sobrenatural que Dios nos ofrece es vida contemplativa: es «conocimiento y amor, oración y vida» (Es Cristo que pasa, n. 163). Conocimiento amoroso de Dios, trato íntimo con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que se ha de realizar en la oración y en la vida ordinaria: en los momentos dedicados exclusivamente al diálogo con Dios -imprescindibles como el horno del hogar donde se enciende el fuego del amor divino-, y en el trabajo profesional y en la vida familiar y social, transformando toda la existencia en “vida en Cristo” (Cfr. Gal 2,20), de cara a Dios y de cara a los hombres, con el afán de corredimir con Él. Decidámonos seriamente a ser almas de oración a cultivar el diálogo con Jesús y con el Padre y con el Espíritu Santo, en todas las horas de nuestra vida, solamente así podremos estar a la altura de lo que el Papa y la Iglesia nos pide, y de lo que el mundo nos exige. Ese mundo al que debemos amar como decía San Josemaría, apasionadamente.

«El gran desafío que tenemos ante nosotros en el milenio que comienza —ha escrito el Papa Juan Pablo II—, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas del mundo, puede resumirse en uno solo: hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión» (Carta apostólica, Novo millennio ineunte, 6-I-2001, n. 43).

Por eso, esmerémonos en promover una unión afectiva y efectiva con el Romano Pontífice, con los Obispos, los sacerdotes y con todo el Pueblo santo de Dios. Ésta es sin duda una de las tareas de la Prelatura del Opus Dei: fortalecer la unión, la comunión de todos en la Iglesia, y extender esta comunión a todos los hombres. En un documento del año 1934 escribía el Fundador de la Obra: «Hemos de dar a Dios toda la gloria. Él lo quiere (...). Y por eso queremos nosotros que Cristo reine (...). Y exigencia de su gloria y de su reinado es que todos, con Pedro, vayan a Jesús por María» Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam (Instrucción, 19-III-1934, nn. 36-37. Texto citado en el Discurso de Juan Pablo II en la Plaza de San Pedro, 18-V-1992).

Queridos hermanos: una inmensa y variada multitud de mujeres y hombres ofrecen estos días su trabajo convertido en oración y sus plegarias en agradecimiento por la vida santa del Fundador del Opus Dei, no solo los que estamos aquí, y quienes tuvimos la gran gracia de participar en la canonización de san Josemaría Escrivá de Balaguer, sino también de todas aquellas personas que no pudieron venir por una u otra razón. En los cinco continentes: en pequeñas aldeas aisladas en las serranías de los Andes y en las pobladas islas del Japón; en las frías ciudades de Escandinavia y en las cálidas llanuras de Sudáfrica; y en Europa y Oceanía... y en tantos lugares del istmo centroamericano, ese istmo centroamericano llamado a unir, el puente de América, ese istmo centroamericano y panameño que tanto queremos y que en tantos lugares, en las riberas de los lagos y en las faldas de los volcanes guatemaltecos, en las orillas de los dos océanos, en Panamá, en los pueblos "ticos" que cultivan las virtudes cívicas y en las poblaciones "nicas", abundante en poetas, en ciudades salvadoreñas donde se trabaja con empeño y en los poblados y en los bosques embellecidos por la bondad del alma hondureña.

Agradezcamos ciertamente a Dios Nuestro Padre, a la Divina Providencia estas jornadas memorables que nos ha permitido el Señor vivir en Roma, junto al Santo Padre, con motivo de la canonización de Josemaría Escrivá de Balaguer. Vivamos en una continua acción de gracias los tres meses finales del centenario de su nacimiento, que culminará el 9 de enero del próximo año, día también del cumpleaños de mi señora madre…quienes me conocen de cerca, dirán: otra vez Rodolfo, genio y figura hasta la sepultura.

Meditemos por eso con espíritu de oración su vida y sus escritos: nos impulsarán ciertamente a querer más a Dios y a todas las almas. Con fe y con humildad, acudamos al Sacramento de la Penitencia donde nos encontramos con Jesús que perdona; vayamos con dolor de amor, con fe renovada, con la frecuencia conveniente.

Busquemos sobre todo la intercesión de San Josemaría Escrivá para que nos facilite la conversión, el reencuentro con Cristo Jesús y con su gracia y, saben, lo más hermoso: sea en la invocación del Rosario, de Nuestra Señora de la Paz en san Miguel o la Virgencita de Suyapa en Honduras o la Virgen de la Inmaculada Concepción en Nicaragua, o en Costa Rica, Nuestra Señora de Cartago, o Santa María la Antigua de Panamá, en este camino de santidad, tengamos la certeza que nos acompaña siempre la Santísima Virgen María a la que el Papa ha confiado el tercer milenio, Estrella de la nueva evangelización, Aurora Luminosa y guía segura de nuestro camino; y hagámoslo también con un mínimo de inteligencia y conocimiento de la historia de la Iglesia en los dos mil años, porque la historia misma nos enseña a lo largo de dos mil años que no ha habido un profundo enamorado de Jesús, ¡que al mismo tiempo no haya sido un profundo enamorado de María, y cuando alguien ha dicho que es profundamente enamorado de Jesús y no de María, o crea el cisma o crea una herejía, por eso la devoción a María debe ser algo así como el sello que nos permite que estamos en esta Iglesia, que es Una, Santa, Católica y Apostólica, y yo digo a veces, también Romana. María es por eso, nuestra confianza, a Ella, a Ella, la Madre de Jesús y la Madre nuestra, acudimos a Ella siguiendo el ejemplo de un sacerdote santo profundamente enamorado de Dios y de María, la Madre de Jesús y Madre nuestra; que nos enseñe a quererla como la quiso y la quiere San Josemaría Escrivá. Ayúdanos por eso a seguir su consejo: "si quieres ser fiel, sé muy mariano". Alabado sea Jesucristo, hoy y siempre. Amén.


tomado de www.josemaríaescriva.info

lunes, 4 de octubre de 2010

Monseñor Vian Morales, nuevo arzobispo de Guatemala

Sustituye al cardenal Rodolfo Ignacio Quezada Toruño


El Papa Benedicto XVI ha nombrado nuevo arzobispo de la arquidiócesis de Guatemala a monseñor Oscar Julio Vian Morales, salesiano, hasta ahora arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango-Totonicapán, según informó este sábado la Oficina de Información de la Santa Sede.


Sustituye en la guía pastoral de la arquidiócesis al cardenal Rodolfo Ignacio Quezada Toruño, quien con 78 años ya había presentado su renuncia al Papa por motivos de edad.

Monseñor Vian Morales nació el 18 de octubre de 1947 en la ciudad de Guatemala. Fue ordenado sacerdote el 15 de agosto de 1976, y en 1980 se licenció en liturgia en el Pontificio Ateneo San Anselmo de Roma.

Entre otras cosas, ha sido director del colegio salesiano San Miguel de Tegucigalpa, Honduras; del Centro Juvenil Don Bosco en Nicaragua, y del Colegio Don Bosco, en Guatemala. Ha desempeñado su labor pastoral en particular con los jóvenes.

El 30 de noviembre fue nombrado vicario apostólico de El Petén, siendo consagrado obispo el 1 de febrero de 1997. El 19 de abril de 2007 fue transferido a la arquidiócesis de Los Altos, Quetzaltenango-Totonicapán.

La Santa Sede anunció además este sábado que el Santo Padre ha aceptado la renuncia por motivos de edad de los obispos auxiliares de esa arquidiócesis monseñor José Ramiro Pellecer Samoya, obispo titular de Teglata de Proconsolare, y monseñor Mario Enrique Ríos Mont obispo titular de Tiguala.

sábado, 2 de octubre de 2010

2 de Octubre: Aniversario de la fundación del Opus Dei

Extraído de www.opusdei.org

 

Divinas inspiraciones

Este artículo detalla lo que pasó por el corazón de San Josemaría el 2 de octubre de 1928, y el camino que Dios ha preparado desde entonces para sus hijos.

30 de septiembre de 2010

En 1931, el fundador del Opus Dei dejaba por escrito, en sus Apuntes íntimos, lo que había sucedido durante la mañana del 2 de octubre de 1928, cuando se encontraba en la calle García de Paredes, de Madrid, participando en unos ejercicios espirituales. Estas son sus palabras: «Recibí la iluminación sobre toda la Obra, mientras leía aquellos papeles. Conmovido me arrodillé —estaba solo en mi cuarto, entre plática y plática— di gracias al Señor, y recuerdo con emoción el tocar de las campanas de la parroquia de N. Sra. de los Ángeles (...). Recopilé con alguna unidad las notas sueltas, que hasta entonces venía tomando»[1]. Esta anotación abre una ventana a su alma a la vez que pone en evidencia la iniciativa divina de lo acaecido.

Opus Dei -
La luz que recibe San Josemaría fue una irrupción de Dios en la historia. Dios sigue actuando en el mundo, en el hic et nunc, en el aquí y ahora de la vida de los hombres. El Opus Dei es trabajo de Dios, operatio Dei. “Dios trabaja”, insistió el Papa Benedicto XVI en su último viaje a Francia, citando el Evangelio de Juan. «Así el trabajo de los hombres tenía que aparecer como una expresión especial de su semejanza con Dios; y el hombre, de esta manera, tiene capacidad y puede participar en la obra creadora de Dios en el mundo»[2]. Siempre seguirá obrando Dios, presente en su Iglesia, transformando el mundo y convirtiendo a las almas. Como reza la cuarta Plegaria Eucarística, el Espíritu Santo fue enviado desde el Padre por el Hijo para llevar a la plenitud su obra en el mundo: opus suum in mundo perficiens.

«Recibí la iluminación sobre toda la Obra». El 2 de octubre de 1928 ya está presente todo el Opus Dei, aunque la luz del 14 de febrero de 1930 hará entender a San Josemaría que también las mujeres han de formar parte de la Obra. Si bien la solución jurídica para los sacerdotes no llegará hasta el 14 de febrero de 1943, el 2 de octubre ya encontramos el sacerdocio: el primer sacerdote del Opus Dei es el mismo fundador. Nace el Opus Dei en la Iglesia, Dios ha elegido a un sacerdote para fundarlo. Se trata de proclamar la llamada universal a la santidad y al apostolado, el valor santificador del trabajo profesional, hecho lo mejor posible, cuando se transforma en oración y servicio a los demás.

"El trabajo de los hombres tenía que aparecer como una expresión especial de su semejanza con Dios; y el hombre, de esta manera, tiene capacidad y puede participar en la obra creadora de Dios en el mundo".
«Conmovido me arrodillé». La actitud del fundador refleja su fe. Arrodillarse es reconocer que se está delante del Misterio: algo que es sagrado y que, por lo tanto, no nos pertenece. Si ese acto exterior va acompañado de una auténtica disposición interior, manifiesta a la vez fe y humildad. Sólo Dios es Dios. Todo viene de Él; cuenta, ciertamente, con nuestra respuesta generosa, pero es Dios quien nos eligió y nos amó primero. Ante su bondad, nace espontáneamente la acción de gracias: «di gracias al Señor».

En el Nuevo Testamento, el hecho de arrodillarse o de postrarse significa obediencia, respeto. Así actúa el leproso delante de Cristo, y los discípulos en la barca, cuando la tempestad fue calmada. En Getsemaní, Nuestro Señor, de rodillas sobre la roca dura, cuando en la oscuridad apenas se distinguen los olivos, dice con la fuerza del amor un sí a la Voluntad del Padre. Jesús se arrodilla desde la humildad de su voluntad humana, unida a su voluntad divina, con un gesto físico cuyo simbolismo permanece válido hoy y lo será siempre, para todas las culturas. A justo título se ha subrayado que antiguamente se representaba al diablo sin rodillas, pues carece de la fuerza de Dios; no sabe amar: «la incapacidad de arrodillarse aparece, por decirlo así, como la esencia misma de lo diabólico»[3].

Opus Dei -
Al contrario del ángel caído, los ángeles en el Cielo, miríadas, cantan las glorias de Dios. El 2 de octubre de 1928, las campanas de la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles, quizá convocaban al pueblo para reunirse en asamblea, o sencillamente marcaban las horas. El tocar de aquellas campanas resonaría en el corazón de San Josemaría durante toda su vida. En ese corazón, en la fiesta de los Santos Ángeles Custodios, nacía la semilla del Opus Dei.

Con visión de fe, después de aquella mañana, el fundador veía el Opus Dei proyectado en el tiempo y en el espacio. ¿Qué veía? Sobre todo, a las personas, una a una, muchas almas, «hombres y mujeres de Dios, quienes levantarán la Cruz con las doctrinas de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana.»[4]

Transmitir la semilla del Opus Dei es, ante todo, poner las almas en la cercanía de Dios, junto a Jesucristo. Y para llevar a cabo dicha tarea es esencial un hondo sentido de la filiación divina, de la que San Josemaría será eficaz heraldo a lo largo de su vida: el bautizado es hijo de Dios en Cristo. En efecto, «el que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima, y carece en su actuación del dominio y del señorío propios de los que aman al Señor por encima de todas las cosas»[5].

La mirada del hijo de Dios penetra todas las profesiones honestas, ama al mundo nacido bueno de las manos de Dios y abraza a toda la humanidad, en una bella y original evocación. El trabajo nace del amor; la sabiduría es la ciencia del amor; santificar el trabajo es un arte, camino hacia Dios: una colaboración apasionada con Dios, que da sentido a la vida, y por lo tanto seguridad, pues Dios no nos abandona nunca. Cada uno ha de ser maestro de santidad, también con sus miserias, y transmitir la fe con una entrega que deja actuar la brisa suave del Espíritu Santo, el Espíritu de Cristo.

El centro de toda la historia de la salvación es Jesucristo, Dios y hombre verdadero: somos su pueblo que, en la Eucaristía, es convocado haciéndose cuerpo de Cristo. En la Misa, la Iglesia ofrece a Cristo, y se ofrece, a la vez se hace Iglesia: Cuerpo de Cristo.

Opus Dei -
Lo mismo sucede con el Opus Dei que, como le gustaba decir a San Josemaría, es partecica de la Iglesia[6]. El espíritu de la Obra empuja a amar a «servir a la Iglesia, y a todas las criaturas, sin servirse de la Iglesia»[7]. Cada cristiano lleva consigo, por así decir, a toda la Iglesia, a la cohorte celestial y a los santos. Todos los santos, cada uno de ellos, son nuestros, desde el buen ladrón hasta santa Narcisa, mujer ecuatoriana canonizada por Benedicto XVI en octubre de 2008. En los primeros años del Opus Dei, San Josemaría sueña ya con el mundo entero.

El 2 de octubre de 1928, cuando San Josemaría ve la Obra, acaba de celebrar la Santa Misa, para la salvación del mundo. Con el rito penitencial y mediante otras muchas oraciones del Canon, ha manifestado, con toda su pasión de buen sacerdote que busca la voluntad de Dios, el deseo de tener un corazón puro. No sabe todavía que será un apóstol de la santificación de la vida ordinaria, que recordará a tantas almas que han de ofrecer a Dios sacrificios espirituales de agradable olor, unidos al Sacrificio de la Misa, centro y raíz de la vida interior. Se ha hecho presente el Misterio de la Pasión, Muerte, Resurrección y Ascensión de Jesucristo, sentado a la diestra del Padre.

El Opus Dei fue así el fruto de la iniciativa divina y de la correspondencia humana, una manifestación de que el Espíritu Santo guía y santifica a su Pueblo.
En la actualización del misterio pascual, Cristo se ofrece bajo las apariencias del pan y del vino, frutos de la tierra, de la vid, y del trabajo del hombre. El pan ya no es pan, es su Cuerpo; el vino, su Sangre. Jesús está real y sustancialmente presente, como enseñó: Ecce Agnus Dei, ecce qui tollit peccáta mundi. El Cielo ha bajado a la tierra, ya se anticipa la liturgia celestial, la cena de las bodas del Cordero, como subraya la forma ordinaria del Rito latino, que añade: Beati qui ad cenam agni vocáti sunt. San Josemaría rezó también entonces aquellas palabras que hoy se encuentran en el Misal del Beato Juan XXIII: Corpus tuum, Dómine, quod sumpsi, et Sanguis, quem potávi, adhaéreat viscéribus meis. El Cuerpo y la Sangre de Cristo se han hecho íntimos a ese joven sacerdote de veintiséis años, que está a punto de ver el Opus Dei.

Todas las naciones estaban de algún modo en la Misa del fundador, que bien podía afirmar que, en cada Misa, «la tierra y el cielo se unen para entonar con los Ángeles del Señor: Sanctus, Sanctus, Sanctus...» [8]. Toda la creación, pues el cielo y la tierra están llenos de la gloria divina[9].

El 2 de octubre de 1928 el Fundador dio gracias a Dios y se puso a trabajar. «Recopilé con alguna unidad las notas sueltas, que hasta entonces venía tomando», escribió. Aunque consideró después, en su humildad, que había tardado en secundar la inspiración divina, San Josemaría trabajó mucho. El Opus Dei fue así el fruto de la iniciativa divina y de la correspondencia humana, una manifestación de que el Espíritu Santo guía y santifica a su Pueblo: como enseña el Concilio Vaticano II[10], Dios ha querido que su Iglesia tomase una renovada conciencia de la llamada universal a la santidad. Este es el núcleo del mensaje que San Josemaría había recibido ya en 1928, y que los fieles del Opus Dei, comprometidos en santificar el mundo desde dentro, buscan difundir con su propia vida.

Opus Dei -
La fiesta litúrgica de los Santos Ángeles Custodios empezó a celebrarse en España y en Francia en el siglo V. En 1670, el Papa Clemente X la extendió a la Iglesia universal, fijando su celebración en el día 2 de octubre. Que Dios hiciera ver al fundador esta partecica de la Iglesia en la fiesta de los Santos Ángeles, parece como una llamada de la Providencia a no perder nunca el punto de mira sobrenatural: hay muchos ángeles en nuestro camino, nos custodian ejecutando las órdenes del Señor y bendiciéndole siempre, como recuerda la Escritura Santa en textos que, en 1928, se leían en la liturgia de la Misa del 2 de octubre[11].

En este año mariano que el Prelado ha establecido para el Opus Dei, la acción de gracias de sus fieles y de quienes participan en sus apostolados, se dirige a la Virgen María, el primer opus Dei por razón de excelencia, como la llamó el Santo Padre Juan Pablo II, durante una audiencia concedida a Mons. Álvaro del Portillo en los primeros días de su pontificado. Pedimos a nuestra Madre del Cielo que nos haga pequeños, humildes, para llenarnos de Dios.

G. Derville.

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[1] SAN JOSEMARÍA, Apuntes íntimos, nn. 306, en A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. I, Rialp, Madrid 1997, pp. 293.

[2] BENEDICTO XVI, Encuentro con el mundo de la cultura en el Collège des Bernardins de París, 12- IX -2008; cfr. Jn 5, 17.

[3] JOSEPH RATZINGER, El espíritu de la liturgia, Madrid, 2001, p. 218.

[4] SAN JOSEMARÍA, Apuntes íntimos, nn. 217-218, en A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. I, Rialp, Madrid 1997, pp. 380-381.

[5] SAN JOSEMARÍA, Amigos de Dios, n. 26.

[6] Cfr. PEDRO RODRÍGUEZ, FERNANDO OCÁRIZ, JOSÉ LUIS ILLANES, El Opus Dei en la Iglesia, Madrid, 2001, p. 22.

[7] SAN JOSEMARÍA, Conversaciones, nn. 47.

[8] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 89.

[9] Cfr. Misal Romano, Sanctus.

[10] Cfr. Constitución Dogmática Lumen Gentium, n. 11.

[11] Cfr. Ex 23, 20-23; Sal 91 (90), 11-12; 103 (102), 20-21.




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